Pensamiento para el cambio
Sol tibio, verdor relajante, y aire ligero que va
a la mar, como diría Antonio Machado, buen día en la Universidad. Un profesor
se pavonea, “yo lo digo y se acabó, así debe ser, las normas son diferentes a
lo que tú piensas, yo soy el único que tiene la razón”. Maltrata emocionalmente
a los alumnos, y arroja al pupitre las asignaciones.
Dice otro docente, “así califico yo y tienen cero, es mi manera de trabajar”, no escucha. Si bien no
concluyeron las tareas, avanzaron
el 70 % y merecen, en justicia, una nota
que refleje parte del logro, además que
hubo tres exámenes juntos.
Estas expresiones son rígidas,
autoritarias, dogmáticas y fundamentalistas. En el libro “El pensamiento
flexible”, Walter Riso, sostiene: “una mente dogmática es aquella que vive
anclada en sus creencias de manera radical, inamovibles, más allá del bien y
del mal, procesos defensivos que pretenden sobrevivir a cualquier costo,
incluso a través de la ignorancia”.
Les afectan las voces divergentes a sus puntos
de vista, se cierran y no aceptan la luz edificante para ver las nuevas formas
del mundo, la sociedad y la vida. Su actitud arrogante, vana y pueril es propia
del oscurantismo, que no comulga con las corrientes renovadoras. No resisten
cuestionamientos de buena fe, se encolerizan, golpean la mesa.
“Yo lo he decidido así, al no
ganar empato, a mí no me hacen eso”. Son intolerantes por su esquema rígido, se
desesperan cuando escuchan palabras contrarias a sus ideas; no pueden exponer
razones viables y convincentes. Los cargos y normas no pueden estar encima de
la razón humana en situaciones de emergencia, vulnerabilidad y de diferencia
ideológica, que se pueden solucionar con respeto y comprensión mutua.
En la otra acera, inteligente y
lúcida, están las mentes flexibles, favorables al cambio, “para mejorar el
estilo de vida”, como reconoce Ino Rossi. Estas mentes flexibles y brillantes,
no temen ni se oponen a los nuevos sistemas tecnológicos y del conocimiento, lo
recepcionan de buen agrado.
Son los triunfadores que dan la bienvenida
grata al cambio, reconociendo mayor tiempo, adaptarse al nuevo concepto del
trabajo cotidiano y del mundo, practican el reto propuesto por Aristóteles,
hace tantos años: “la función del hombre sabio consiste, sobre todo, en
deliberar rectamente hacia las más altas actividades del hombre”. Y se
alimentan de Dios, fe, esperanza y afecto;
de las evidencias de la historia y las verdades, que son abstracciones
nunca absolutas, sí consensuadas para el entendimiento.
“En esta escena entra el amor, la mejor
motivación para actuar, para modificar la historia, el combustible para todas
las buenas acciones; destacar la esperanza, con el objetivo de plantear una
visión del futuro que cambie el presente”, propone Elena de White en “La gran
esperanza”, (más de 36 millones de textos
vendidos).
Por lo tanto, para avanzar, seguir
la ruta del progreso y consolidarse, es recomendable reconocer la pluralidad cognoscitiva,
aprendiendo de la diversidad del cosmos, tan vasto como admirable. “Hay que dar
amor, compasión, ayuda y comprensión sin límites”, conforme recuerda Conny Méndez en su “Metafísica”.
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